–¿Quién puede ser
tan imbécil como para creer que Dios le pediría a alguien que matase a su propio hijo? Eso no tiene sentido: por
lo menos no ahora. No tenías que probar nada—la mujer se agarró la cara
desesperada– ¿Acaso no ves que ya soy muy vieja? Esa fue nuestra última
oportunidad. Tú más que nadie sabes lo
mucho que sufrí deseando tener un hijo. Con todo el dinero que le costó a mi
hermana el tratamiento y el esfuerzo que tuvimos que hacer ¿cómo es posible que
hayas hecho semejante cosa tan estúpida? Ya no sé si sea capaz de volver a
mirarte a la cara como lo hacía antes. Nunca volveré a quedar embarazada.
El
anciano abrió las puertas del armario, extendiendo sus brazos igual que un
acordeonista que trata de estirar su
instrumento de lado a lado, hasta más no poder. Luego metió la nariz en él,
pero al no dar con lo que buscaba, lo cerró con violencia. Enseguida, avanzó hasta la cómoda y empezó a
vaciar los cajones, revolcando como un loco su contenido. Como última alternativa,
también se asomó debajo de la cama:
–¿Dónde está mi traje? Mañana lo necesito para
una entrevista de trabajo en la ciudad. Es importante que me vean bien vestido,
puede ser que llegue a conseguirlo.
–¿Acaso lo olvidaste? –Ella bajó la
cabeza—Tuvimos que ponérselo para enterrarlo.
–Y yo ¿qué fue lo que utilicé ese día?
–El traje del vecino.
–¡El del vecino! Y ¿por qué no el mío?
–Ese te quedaba pequeño.
–Eso no es cierto.
–Sí que lo es. Te quedaba corto en las mangas.
–Qué va, estaban perfectas.
–No, te hacían ver como un idiota. Además, ese
traje fue lo único que le conseguimos al pobre Isaac.
–Y ahora ¿qué se supone que me voy a poner?
–Yo que sé, pídele uno prestado al vecino.
–Eso ni pensarlo. Es un idiota.
–Vamos, ¿no seguirás molesto por lo que dijo
de ti en la iglesia?
–Tu sabes que desde hace algunos años me anda
provocando.
–Fue una tontería. Por qué mejor no lo olvidas
y ya. Anda, ve y le pides el vestido.
–Sí, si quieres voy de rodillas— en tono
extremadamente irónico.
–No lo tomes así.
–¿De qué otra manera quieres que lo tome? Es
mejor que me largue de aquí ¿Dónde está la pala?
–Donde siempre ha estado: detrás de la puerta.
El
anciano agarró la pala y desapareció sin que ella ni siquiera se molestase en
preguntarle a dónde iba. En breve, salió a una carretera que rodeaba la falda de la montaña como un
cinturón. Aunque todavía era de día, a esa hora (y en ninguna) no se veía una
sola alma. Difícilmente pasaba un carro por allí y lo único que simulaba el
sentimiento de compañía al que se encontraba en la carretera, era la
desolación. El anciano miró hacia ambos lados antes de cruzar. Al llegar al
otro lado comenzó a subir cuesta arriba
para llegar a la otra cara de la montaña. A ratos perdía el aliento y sentía las
piernas muy pesadas hasta que finalmente alcanzó la cima. Una vez empezó a
bajar, volvió a respirar normalmente. Ya estaba muy cerca de su objetivo. Desde
donde estaba podía ver la cruz.
–Allí está. Debo
apresurarme antes de que caiga la noche.
No
había llegado del todo cuando ya estaba de rodillas persignándose. De su boca
salieron un par de oraciones que no tenían mucho sentido o las recordaba
de manera equivocada, inclusive
llegándolas a mezclar. Al pararse se dedicó un rato a palpar la superficie de
piedra de la cruz. Unos segundos después, ya se encontraba cavando. Su cuerpo
todavía le daba para un trabajo tan pesado; en fin de cuentas, había pasado la
mayor parte de su vida en el campo en oficios en donde el desgaste físico era
alto. Con sus brazos clavaba la pala y sacaba la tierra hacia atrás por el lado
izquierdo. Llevaba un buen ritmo, pero en la mitad se detuvo y se vino de
rodillas hacia el suelo. Miró a su alrededor y dijo:
–No entiendo qué
fue lo que pasó. Se suponía que yo anunciaría su llegada.
De
repente, al decir esto, una mano se le
colocó sobre el hombro. Él volteó y vio como el ángel se materializó detrás
suyo.
–Deberías estar
orgulloso– Le dijo el ángel– Te pusieron a prueba y tú la pasaste. Él ya sabe
de tú fidelidad.
–Sí, pero no tenía
que probarme de esa manera. Yo estaba esperando el momento en el que me detuviera, pero ese momento nunca
llegó y mi mano continuó su trayectoria hasta que el cuchillo se enterró en el
pecho de mi pequeño.
–Ya estaba escrito,
no había nada que hacer.
–Quizás tengas
razón, lo que pasa es que ahora que Isaac se me ha ido, me hace mucha
falta.
–No te preocupes,
ahora está entre nosotros.
Resignado
el anciano volvió a cavar. La tierra salía y el agujero cada vez se hacía más
grande y más profundo. Desde adentro del hueco empezaron a salir luces de
varios colores; luces mágicas que rodeaban
la atmósfera de ensueño. Al mismo tiempo el aire se tornó un poco denso
haciéndole sentirse ligeramente ebrio
por un momento, como si no fuera él el que estuviera adentro de su piel. Con
sus ojos alcanzaba a ver unas ondas que se esparcían del centro y que lo
rodeaban de los pies a la cabeza. Todo parecía como de otra dimensión hasta que
finalmente la pala golpeó la madera y él se apresuró a terminar de cavar. Al poco
tiempo el ataúd ya estaba descubierto
y terminó de desenterrarlo con
sus uñas y sus manos. Al abrir la tapa del cajón con prisa se encontró con el hermoso cuerpo de su hijo
que reposaba inerte en su lecho. Por un momento, el anciano creyó que sólo estaba
dormido como en alguno de esos cuentos de hadas, pero entonces recordó el
amargo final de esta horrible historia:
–Pero ¿cómo puede
ser? Hace más de un año que lo hemos enterrado y ni siquiera ha empezado a
descomponerse. Está intacto.
–Al menos eso si que podíamos hacer por ti– Le
respondió el ángel que todavía estaba con él, mirándolo desde arriba– No todo
tiene que ser necesariamente trágico.
El
anciano agarró el cuerpo de su hijo y
con gran esfuerzo logró sacarlo de su tumba para dejarlo sobre la hierba boca
arriba. Dentro de su corazón un sentimiento de impotencia se expandía al resto
de su cuerpo y hacía que sus torpes
manos temblaran bajo la dulce cadencia del dolor. Un impulso se apoderó de él y
no pudo contenerse de abrazarlo. Se agarraba de él con fuerza y cariño, aunque
supiera que su afecto no sería respondido de la misma manera por el frágil
adolescente que tenía entre sus brazos. Lleno de lágrimas subió su cara hacia
el cielo y notó que se estaba agotando la luz. Sin darse cuenta se había hecho
tarde. Pronto tendría que irse, así que era mejor apurarse.
Soltó el cadáver y lo puso de nuevo en el
suelo. Empezó por quitarle la chaqueta, pero la impresión lo detuvo un momento.
La camisa de su hijo estaba manchada por un gran círculo de sangre seca. En este punto fue por
donde había entrado la puñalada. El anciano, le pasó la mano por el rostro
diciéndole:
–Perdóname Isaac,
perdóname... Tuve que hacerlo, perdóname.
Era
inútil, no le respondería: su boca estaba más muerta que el resto de su cuerpo
y las palabras que estaban enterradas para siempre en el fondo de su garganta
jamás darían con la luz. Por eso, el anciano no tuvo más remedio que
levantarse y darle la espalda a su hijo
de la vergüenza que le daba. En su mano tenía la chaqueta y la miraba con un poco de desprecio.
Entonces se la probó y miró al ángel:
–¿Tú qué opinas?
El
ángel se limitó a mover la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda,
dos veces. Con eso lo había dicho todo y el anciano le había entendido perfectamente.
–Es cierto, estoy
de acuerdo contigo. Esto no va a funcionar. Me queda corta. Quizás es mejor que
me trague mi orgullo y vaya a pedirle una chaqueta al vecino. Tiene muchas;
después de todo a ese cabrón le sobra de todo, hasta los hijos.
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