Hollywood me lo
dio todo. Después de la guerra partí hacia América en busca de fortuna. Por
nada en del mundo quería quedarme en ese ambiente de tristeza en el que estaba
sumergida Alemania. Nueva York me pareció espectacular, pero adaptarme al
principio me resultó bastante difícil. Afortunadamente conté con la ayuda de
unos compatriotas, quienes me aconsejaron que me mudara a California. Como
antes de la guerra trabajaba en los estudios de la UFA, ejerciendo de ayudante
para algunos directores expresionistas, me dirigí hacia la meca del cine con la
idea de hacerme un hueco en la industria cinematográfica. Empecé de carpintero,
construyendo decorados, hasta que conseguí mi primera oportunidad.
Un día,
mientras rodaban una escena de una película acerca de la Segunda Guerra
Mundial, los productores se encontraron con que les faltaban extras. Así que me
ofrecí voluntario. Mi primer papel fue corto. Solo tenía que aparecer haciendo
guardia en uniforme de soldado alemán, mientras alguien se me acercaba por
detrás, me tapaba la boca y me clavaba un cuchillo en la espalda. Apenas se
trató de una pequeña escena, sin embargo, la emoción de encontrarme frente a la
cámara fue enorme.
Después
del rodaje volví a mi puesto de carpintero. Esta vez recreando escenarios de la
época de los mosqueteros. Aunque en medio de los martillazos soñaba firmemente
con ser actor, estaba convencido de que el papel anterior sería mi primer y
último en la gran pantalla. Con lo que no contaba era que al director que de la
película en la que aparecí le gustó mucho mi trabajo, así que me llamó para su
siguiente proyecto. Supongo que quedó encantado con la forma como torcía los
ojos cuando me entró la puñalada.
Casualidades
de la vida, mi siguiente película también fue de género bélico. De nuevo repetí
el rol de soldado alemán. En esta ocasión disparaba desde una torre una
ametralladora, hasta que una granada me caía al lado, haciéndome volar en pedazos. Aunque mi
objetivo no era encasillarme en el mismo papel, el estudio siguió empeñado en
que actuara de nazi. Todo y que yo hubiera repudiado con toda mi alma el circo
que montaron esos cerdos en mí país.
De algún
modo, resultaba bastante irónico verme en el uniforme que durante la guerra me
causó tanto terror. Sin embargo, con el tiempo dejaron de darme escalofríos
cada vez que me contemplaba en el espejo y la costumbre se hizo tan fuerte en
mí, que llegué a colocármelo en mis ratos de ocio. No sin un poco de
remordimiento en mi conciencia.
Después de
veintidós películas como figurante, por fin me llegó la oportunidad de tener un
pequeño parlamento. Solo se trataba de un par de líneas, pero eso ya era todo
un adelanto. En la película salí haciendo guardia, fumándome un cigarrillo y de
repente descubro a un par de aliados y doy la voz de alarma gritando "Achtung". Ellos por su parte me disparan y yo caigo
frito.
Quién iba a pensar que a partir de ese filme
cambiaría todo. Tras esa película me enrolé en el sindicato de actores. Desde
ese momento comencé a recibir más llamadas de mi agente. Así fue que por fin
pude comprarme un Lincoln. Desafortunadamente muchos amigos míos, inmigrantes
también, no corrieron la misma suerte que yo. Ellos se negaron a apuntarse al
sindicato y terminaron pagando caro por ello. No volvieron a conseguir papeles
y fueron perseguidos, como persiguieron a mucha gente en mi país por querer ser
diferentes. Era como una caza de brujas, y mientras todo eso pasaba, yo
guardaba silencio. Claro, fue un acto cobarde por mi parte, porque no estaba de
acuerdo. Al principio hice la vista gorda, pero eso iba contra mis principios.
Por eso ayudé a mucho de ellos a conseguir algún medio para ganarse la vida
lejos de los platones.
De resto, poniendo
a un lado la parte oscura del sindicato, ese se trató de un periodo dulce de mi
vida. Nunca fui famoso, pero algunas personas, los amantes del cine bélico me
reconocían en la calle. Se acordaban de mi cara. Durante todo el tiempo que
trabajé en el cine llegué a conocer a muchas estrellas. Inclusive, trabajé con
ellas. Siempre admiré a otros compatriotas que alcanzaron la fama mundial.
Gente como Marlene Dietrich, por ejemplo. También quedé fascinado con Lubitsch,
Preminger, Lang y Wilder, aunque los tres últimos eran técnicamente austriacos o de lo que alguna vez se conoció
como Austria. Sin embargo, mi película favorita no es ni alemana, ni americana.
Se llama La Gran Ilusión. Es una película no de la Segunda, sino de la Primera
Guerra Mundial. La dirigió Jean Renoir y en ella aparecía Jean Gabin y un
excelente Erich Von Stroheim. En este último fue en el que me basé para mis
trabajos, porque aunque luchara de parte del enemigo, siempre conservaba ese
lado humano que potencializaba la dignidad.
Con
películas como esas te das cuenta de lo importante que es el cine. Para mí solo
existe algo más grande que el universo y eso es la imaginación. Es más, la
imaginación es un universo en sí. Por eso no entiendo que alguien sea capaz de
echar a perder esa enorme capacidad que tiene el cine de transformar la vida de
las personas. Aunque solo sea por un instante. Aquel en que nos olvidamos de
todos nuestros problemas.
¿Cómo
pueden ser tan viles de pensar que el cine es una mera mercancía? Entre los
productores inescrupulosos, el ego de las estrellas y los sindicatos algún día
acabarán con el cine. Como había dicho antes, al principio cerré la boca
respecto a cualquier decisión del sindicato con la que no estaba de acuerdo.
Pero después no pude evitar criticarlo.
El
detonante de esta nueva postura fue una huelga que se realizó justo cuando el
estudio estuvo a punto de irse a la quiebra. Sin un éxito solido en muchos
años, lo último que necesitaban era al sindicato saboteando los rodajes, solo
por el beneficio de los miembros de la cúpula. No, no estaba de acuerdo con la
dirección que estaban tomando. Yo no quería que los directores pensaran que los
actores éramos unos mercenarios.
Claro que
no todo lo que hizo el sindicato estaba mal. Gracias a su postura en cierto
periodo obtuvimos unos beneficios que nos aseguraron mucha estabilidad. Nuestro
trabajo era como cualquier otro. Éramos obreros del arte. El sindicato nos
consiguió un seguro por si caíamos enfermos y hasta cobertura dental. Lástima
que mi mujer se haya largado con el dentista. Pero de resto era como contar con
una protección celestial. Recuerdo que solo fui una vez al hospital. Por
fortuna, el seguro se encargó de todas las factura.
Caí
enfermo durante el rodaje de una película sobre los juicios de Núremberg.
Estábamos filmando las escenas del principio, recreando la atmosfera de un
discurso del führer. El director artístico había logrado un trabajo estupendo.
Había miles de extras concentrados, escuchando las palabras del tirano
fascista.
Todo fue
tan real, que me pareció estar en uno de esos discursos, cuando iba obligado a
escuchar toda esa basura que salía de su boca, sobre lo grande que éramos y
cómo íbamos a recuperar todo lo que nos habían quitado. De repente, mientras el
director decía acción, empecé a marearme. El horror volvió a mi cabeza y la
nausea me invadió sin que yo pudiera oponer mucha resistencia. Yo interpretaba
el papel de un escolta del führer y de repente, mientras llevaban un par de
rollos de película, me desplome hacía el frente, golpeándome contra el suelo y
temblando de fiebre.
Una vez
recuperado volví a trabajar, pero como no estaban filmando ninguna película
bélica, probé suerte en los western. Sin embargo, mi corta aportación en el
género de vaqueros pasó sin pena ni gloria. El problema era que mi relación con
el sindicato se había enfriado. Ellos no estaban de acuerdo con mis críticas,
así que empezaron a marginarme parcialmente. De todas maneras, eso fue
irrelevante. Yo ya me había hecho amigo de un par de directores y fue gracias a
ellos que volví a ponerme el uniforme.
Aunque
solo sería para una última película. En ese entonces el sindicato decretó otra
huelga general. Ningún actor podía participar en ningún rodaje hasta que los estudios
no aceptaran sus exigencias. Aunque muchos no estaban de acuerdo con la huelga,
decidieron acatarla. Yo sin embargo me opuse. Pero tenía una buena razón para
hacerlo. Un amigo director me había ofrecido el papel de mi vida. El que
llevaba años esperando. Interpretaría a un agente nazi que decide traicionar al
régimen pasando secretos a los aliados. Esta vez la fantasía me permitió hacer
lo que la historia me negó. Era mi manera de reivindicarme por lo que había
dejado que le hicieran a mi país. En esa película podía hacer todo lo que no me
atreví hacer en el pasado.
Participar
en esta película logró despertar la ira del sindicato. Ellos nunca me lo
perdonaron. Pero tengo que decir que valió la pena. Fue un filme que hicimos
casi que en secreto, rodando en España y en Yugoslavia, junto a otros actores
americanos, a quienes el sindicato también acabó castigando. No les gustó para
nada y hasta nos boicotearon el estreno. Pero lo que más les dolió fue sentir
que yo les ganaba la batalla. Desde entonces me pusieron en su lista negra y no
pude volver a trabajar. Utilizaron su influencia y terminaron expulsándome de
Hollywood para siempre.
Después de
eso me fui para Boston y con un amigo montamos una cadena de alquiler de
películas. Sigo en el negocio del cine por fortuna y para tristeza de todos
aquellos que creyeron haberme derrotado.
Muchas
veces me he planteado volver a la actuación, pero me he cansado de vivir entre
explosiones y ruido de metralletas. Ahora solo quiero vivir rodeado de paz,
entre la naturaleza, disfrutando de la tranquilidad que casi nunca he tenido.
Porque si me pongo a pensarlo, la guerra marcó mi vida. No solo una, sino dos
veces. La primera para mal, la otra para bien.
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