lunes, 1 de febrero de 2010

EL DRAGÓN MATANDO A SANT JORDI



Dicen que la historia del mundo es una sucesión de hechos que se repiten una y otra vez. De esto se dio cuenta el dragón y por eso empezó a prepararse para no volver a caer abatido por la espada del destino. Ya le habían ganado por astucia, por suerte, inclusive por fuerza. Porque ninguna de sus muertes fue parecida. Así que mientras el tiempo iba arrastrando nuevas lunas, el dragón se dedicó a sondear los caminos que lo condujeran a la salvación.

El fuego quedaba descartado. Ya había marcado tantas veces su tumba confiando todo su porvenir en ese don. Necesitaba un plan nuevo, pero por más que buscara una solución, no daba con la estrategia adecuada. Si al menos pudiera pedirle a alguien un consejo, pero no había nadie a quien acudir. Lo intentó juntando todos los cráneos chamuscados de sus otras victimas, colocándolos en un rincón apartado de su cueva.

Su mayor inquietud era saber cómo vencer a aquel que tiene a Dios de su parte. Hubiera dado todos sus tesoros, la cacharra que custodiaba desde que de su boca apenas salía una flama insipida, por descubrirlo. Entonces se fijó en el techo de la cueva y en su cabeza empezó a fraguarse la idea. Tal vez, mejor que carbonizarlo o darle muela, resultaría más práctico ocasionar un derrumbe que acabara con el santo, sepultándolo entre las piedras. Lo único que tenía que hacer era esperar el momento indicado.

Durante días se estuvo preparando para la llegada de su verdugo y cuando por fin vio que se acercaba, contuvo como pudo su aliento de azufre para agarrarlo por sorpresa. Claro que en una cosa se equivocó y eso fue en precipitarse.

Sant Jordi ni siquiera había alcanzado a entrar cuando el dragón se abalanzó con todo su peso contra el techo. Pero las piedras no cayeron sobre la cabeza del santo, sino que terminaron encima de la bestía, dejándola aplastada, debatiéndose con el amargo sabor de su último aliento.

Al santo por su parte, le costó un par de minutos digerir la tragedia de la que por poco se había salvado. Cerca de él se encontraba la cabeza del dragón. Con su pie la movió para asegurarse de que estaba muerto. Fue entonces cuando lo asaltó una revelación. Mirando hacia los lados se fijó en que no hubiera ningún testigo antes de poceder a decapitarlo. Y a la vez en que su espada atravezó el cuello del extraño animal, el santo empezó a imaginarse el recibimiento de la muchedumbre, el júbilo en la aldea y sobre todo, el rostro de triunfo que pondría mientras se aprontaba a reclamar la gloria que no se merecía.

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