Las discusiones
sobre su nombre se alargaron más allá del embarazo y el parto, tanto que a día
de hoy no sabía cómo se llamaba. Sus padres aun no eran capaces de decidirse,
por eso le daban un nombre cada día; pero luego se arrepentía y al otro día le
ponían otro.
Esa era la razón
por la cual, cada vez que él se levantaba le preguntaba a sus padres que nombre
tenían para él hoy. Era lo primero que hacía, incluso antes de dar los buenos
días.
Para él era un
alivio cuando por fin le daban un nombre. Se sentía feliz y se la pasaba de un
lado para otro repitiendo el nombre que le acababan de dar; como tratando de
acostumbrarse a él lo antes posible. Porque a su corta edad, resultaba
completamente vital la búsqueda de una verdadera identidad.
Era por eso que
le daba tanta tristeza cuando sus padres tocaban a la puerta, mientras él aun
jugaba, para informarle que habían cambiado de parecer y que ya no se llamaría
de esa manera.
Esta era la
dinámica familiar en la que se habían enfrascado. A veces, él no hacía más que
desear que el día pasara y que por fin sus padres se decidieran a darle un
nombre. Mientras anochecía miraba el reloj con nervios, esperando el momento en
el que escuchara el tocar de sus padres en la puerta, sabiendo por dentro en
que toda la ilusión que se había hecho, pronto
desvanecería.
Hasta que una
noche, las horas pasaron y se quedó para el resto de su vida con el nombre que
menos le gustaba de todos los que había tenido.