lunes, 16 de octubre de 2017

EL DIOS DE ABRAHAM

–¿Quién puede ser tan imbécil como para creer que Dios le pediría a alguien que matase  a su propio hijo? Eso no tiene sentido: por lo menos no ahora. No tenías que probar nada—la mujer se agarró la cara desesperada– ¿Acaso no ves que ya soy muy vieja? Esa fue nuestra última oportunidad. Tú más que nadie  sabes lo mucho que sufrí deseando tener un hijo. Con todo el dinero que le costó a mi hermana el tratamiento y el esfuerzo que tuvimos que hacer ¿cómo es posible que hayas hecho semejante cosa tan estúpida? Ya no sé si sea capaz de volver a mirarte a la cara como lo hacía antes. Nunca volveré a quedar embarazada.

            El anciano abrió las puertas del armario, extendiendo sus brazos igual que un acordeonista que trata de  estirar su instrumento de lado a lado, hasta más no poder. Luego metió la nariz en él, pero al no dar con lo que buscaba, lo cerró con violencia.  Enseguida, avanzó hasta la cómoda y empezó a vaciar los cajones, revolcando como un loco su contenido. Como última alternativa, también se asomó debajo de la cama:

 –¿Dónde está mi traje? Mañana lo necesito para una entrevista de trabajo en la ciudad. Es importante que me vean bien vestido, puede ser que llegue a conseguirlo.
 –¿Acaso lo olvidaste? –Ella bajó la cabeza—Tuvimos que ponérselo para enterrarlo.
 –Y yo ¿qué fue lo que utilicé ese día?
 –El traje del vecino.
 –¡El del vecino! Y ¿por qué no el mío?
 –Ese te quedaba pequeño.
 –Eso no es cierto.
 –Sí que lo es. Te quedaba corto en las mangas.
 –Qué va, estaban perfectas.
 –No, te hacían ver como un idiota. Además, ese traje fue lo único que le conseguimos al pobre Isaac.
 –Y ahora ¿qué se supone que me voy a poner?
 –Yo que sé, pídele uno prestado al vecino.
 –Eso ni pensarlo. Es un idiota.
 –Vamos, ¿no seguirás molesto por lo que dijo de ti en la iglesia?
 –Tu sabes que desde hace algunos años me anda provocando.
 –Fue una tontería. Por qué mejor no lo olvidas y ya. Anda, ve y le pides el vestido.
 –Sí, si quieres voy de rodillas— en tono extremadamente irónico.
 –No lo tomes así.
 –¿De qué otra manera quieres que lo tome? Es mejor que me largue de aquí ¿Dónde está la pala?
 –Donde siempre ha estado: detrás de la puerta.

El anciano agarró la pala y desapareció sin que ella ni siquiera se molestase en preguntarle a dónde iba. En breve, salió a una carretera  que rodeaba la falda de la montaña como un cinturón. Aunque todavía era de día, a esa hora (y en ninguna) no se veía una sola alma. Difícilmente pasaba un carro por allí y lo único que simulaba el sentimiento de compañía al que se encontraba en la carretera, era la desolación. El anciano miró hacia ambos lados antes de cruzar. Al llegar al otro lado  comenzó a subir cuesta arriba para llegar a la otra cara de la montaña. A ratos perdía el aliento y sentía las piernas muy pesadas hasta que finalmente alcanzó la cima. Una vez empezó a bajar, volvió a respirar normalmente. Ya estaba muy cerca de su objetivo. Desde donde estaba podía ver la cruz.

–Allí está. Debo apresurarme antes de que caiga la noche.

            No había llegado del todo cuando ya estaba de rodillas persignándose. De su boca salieron un par de oraciones que no tenían mucho sentido o las recordaba de  manera equivocada, inclusive llegándolas a mezclar. Al pararse se dedicó un rato a palpar la superficie de piedra de la cruz. Unos segundos después, ya se encontraba cavando. Su cuerpo todavía le daba para un trabajo tan pesado; en fin de cuentas, había pasado la mayor parte de su vida en el campo en oficios en donde el desgaste físico era alto. Con sus brazos clavaba la pala y sacaba la tierra hacia atrás por el lado izquierdo. Llevaba un buen ritmo, pero en la mitad se detuvo y se vino de rodillas hacia el suelo. Miró a su alrededor y dijo:

–No entiendo qué fue lo que pasó. Se suponía que yo anunciaría su llegada.

De repente, al decir esto, una mano  se le colocó sobre el hombro. Él volteó y vio como el ángel se materializó detrás suyo.

–Deberías estar orgulloso– Le dijo el ángel– Te pusieron a prueba y tú la pasaste. Él ya sabe de tú fidelidad.
–Sí, pero no tenía que probarme de esa manera. Yo estaba esperando el momento en el  que me detuviera, pero ese momento nunca llegó y mi mano continuó su trayectoria hasta que el cuchillo se enterró en el pecho de mi pequeño.
–Ya estaba escrito, no había nada que hacer.
–Quizás tengas razón, lo que pasa es que ahora que Isaac se me ha ido, me hace mucha falta.   
–No te preocupes, ahora está entre nosotros.

Resignado el anciano volvió a cavar. La tierra salía y el agujero cada vez se hacía más grande y más profundo. Desde adentro del hueco empezaron a salir luces de varios colores; luces mágicas que  rodeaban la atmósfera de ensueño. Al mismo tiempo el aire se tornó un poco denso haciéndole sentirse  ligeramente ebrio por un momento, como si no fuera él el que estuviera adentro de su piel. Con sus ojos alcanzaba a ver unas ondas que se esparcían del centro y que lo rodeaban de los pies a la cabeza. Todo parecía como de otra dimensión hasta que finalmente la pala golpeó la madera y él se apresuró a terminar de cavar. Al poco tiempo el ataúd ya estaba descubierto  y  terminó de desenterrarlo con sus uñas y sus manos. Al abrir la tapa del cajón con prisa  se encontró con el hermoso cuerpo de su hijo que reposaba inerte en su lecho. Por un momento, el anciano creyó que sólo estaba dormido como en alguno de esos cuentos de hadas, pero entonces recordó el amargo final de esta horrible historia:

–Pero ¿cómo puede ser? Hace más de un año que lo hemos enterrado y ni siquiera ha empezado a descomponerse. Está intacto.
 –Al menos eso si que podíamos hacer por ti– Le respondió el ángel que todavía estaba con él, mirándolo desde arriba– No todo tiene que ser necesariamente  trágico.

El anciano agarró el cuerpo de su hijo  y con gran esfuerzo logró sacarlo de su tumba para dejarlo sobre la hierba boca arriba. Dentro de su corazón un sentimiento de impotencia se expandía al resto de su cuerpo y  hacía que sus torpes manos temblaran bajo la dulce cadencia del dolor. Un impulso se apoderó de él y no pudo contenerse de abrazarlo. Se agarraba de él con fuerza y cariño, aunque supiera que su afecto no sería respondido de la misma manera por el frágil adolescente que tenía entre sus brazos. Lleno de lágrimas subió su cara hacia el cielo y notó que se estaba agotando la luz. Sin darse cuenta se había hecho tarde. Pronto tendría que irse, así que era mejor apurarse.
    Soltó el cadáver y lo puso de nuevo en el suelo. Empezó por quitarle la chaqueta, pero la impresión lo detuvo un momento. La camisa de su hijo estaba manchada por un gran  círculo de sangre seca. En este punto fue por donde había entrado la puñalada. El anciano, le pasó la mano por el rostro diciéndole:

–Perdóname Isaac, perdóname... Tuve que hacerlo, perdóname.

Era inútil, no le respondería: su boca estaba más muerta que el resto de su cuerpo y las palabras que estaban enterradas para siempre en el fondo de su garganta jamás darían con la luz. Por eso, el anciano no tuvo más remedio que levantarse  y darle la espalda a su hijo de la vergüenza que le daba. En su mano tenía la chaqueta  y la miraba con un poco de desprecio. Entonces se la probó y miró al ángel:

–¿Tú qué opinas?

El ángel se limitó a mover la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda, dos veces. Con eso lo había dicho todo y el anciano le había entendido perfectamente.

–Es cierto, estoy de acuerdo contigo. Esto no va a funcionar. Me queda corta. Quizás es mejor que me trague mi orgullo y vaya a pedirle una chaqueta al vecino. Tiene muchas; después de todo a ese cabrón le sobra de todo, hasta los hijos.


miércoles, 2 de agosto de 2017

LA AMA DEL DISFRAZ

Parecían mafiosos de verdad, de los viejos tiempos del Charlestón. Pero ellos no eran rufianes, sino estudiantes de cine que se habían disfrazado para hacer un corto para su clase. El argumento la verdad es que era bastante flojo, pero ellos se esforzaron mucho. Sobre todo en el atrezo, porque querían que todo fuera muy realista. Para Mauricio fue difícil tener que dirigir y actuar al mismo tiempo. Pero no lo hizo nada mal. Hacía el papel de capo mayor, al que envenenaban al final de la historia.
          Todos se veían bien con los disfraces. Especialmente, Laura Vaca, que hizo de cabaretera. No tenía ni una sola línea, pero su simple presencia iluminaba todo el plano. Mauricio siempre pensó que ella era bonita, pero cuando la vio con la peluca negra, el collar de perla y el lunar falso, sintió como si su corazón lo atravesara un flechazo.
Ella era la mayor de su clase. A muchas le alcanzaba a sacar una década, pero ella sabía cómo conservarse. Tenía muy claro que hay hombres que quedan desarmados con una minifalda ajustada. Laura era la típica chica que sembraba dudas en tu cabeza. No podía hablarte sin hacerte caricias. Era medio sobona, de esas que lo hacía para que pensaras que quería algo contigo. Por eso, Mauricio no pudo evitar caer en su canto de sirena.
          Empezaron a besarse entre toma y toma. Él casi que no podía aguantar para gritar corten. Así volvería a tenerla en sus brazos, mientras el del micrófono arreglaba algunos fallos de sonido. Una vez terminaron de grabar, se hicieron novios. Pero entonces Mauricio tenía la impresión de que faltaba algo. Laura era una mujer realmente atractiva, pero desde que había acabado el rodaje, no le parecía tan radiante como de costumbre. Solo descubrió que era lo que pasaba cuando vio el corto acabado. Se había enamorado de la Laura que veía en la pantalla, la que estaba disfrazada de cabaretera, con su minifalda y sus medias de malla.
          Convencido de su amor por la Laura cabaretera, Mauricio le pidió a su novia que se volviera a colocar la ropa del corto. Al principio ella pensó que él estaba loco, pero decidió seguirle la corriente, convencida que se trataba solo de una fantasía inofensiva. Colocándose una peluca corta que le tapaba su larga cabellera, Laura volvió a encarnar el papel que había cautivado a su novio.
          Mauricio apenas la vio de nuevo con el atuendo del corto, no dudo ni un segundo en lanzársele a hacerle el amor, completamente excitado por la manera en la que ella abría y cerraba los ojos con sus pestañas postizas. Al terminar, Laura estuvo a punto de quitarse la peluca, pero Mauricio la detuvo, rogándole para que se la dejara puesta. Curiosamente, ella obedeció porque estaba enamorada.
Desde ese momento, comenzó a vivir una transformación completa: yendo de un lado para otro vestida de cabaretera, hablando con una voz más chillona. Estaba tan metida en el papel, que  en las fiestas vendía chicles y cigarrillos que llevaba en una caja de madera que le colgaba del cuello.
          A Mauricio le encantaba como se veía. La vigilaba orgulloso y un poco celoso. Eso sí que nadie se le acerque porque o si no le rompía la cara al atrevido. Y es que cada día se sentía más atraído a ella. El orgullo que experimentaba cuando ella se paseaba agarrada de su brazo era enorme. De alguna manera, tenerla a su lado le hacía parecer más importante. Como un matón de pacotilla. Además, ella estaba preciosa fumando sus cigarrillos largos, rodeada de un aire de misterio, que se hacía más intenso mientras escuchaban música de Dixieland.
          Desafortunadamente, ese estado de felicidad en el que Mauricio andaba enfrascado acabó derrumbándose. Un día, mientras él veía televisión, sonó el timbre de la puerta. Al abrir, se encontró a Laura envuelta en una toalla.

−¿Qué pasó?
−Se incendió mi apartamento. Estaba en la ducha y de pronto noté el humo. Casi me muero. Lo último que recuerdo fue cuando entraron los bomberos ¿Qué voy a hacer? Lo perdí todo.
−¿Los disfraces también?
−Están hechos cenizas.
−No puede ser. Tenemos que ir a comprar más. Rápido, antes de que cierren las tiendas de pelucas.
−Primero tengo que ir a comprar ropa normal.
−¿Para qué? Es nuestra oportunidad para que renueves todo tu vestuario y solo utilices ropa de los años veinte.
−Definitivamente eres un enfermo ¿Apenas me quieres para eso? Estuve a punto de morir y a ti lo único que te importa es complacer las aberraciones de tu mente retorcida. Estás obsesionado con verme disfrazada. Parece que no te gustara tal como soy.
−Tú no me entiendes Laura− Mauricio bajó la cabeza apenado.
−Necesitas un psicólogo. No es nada sano. Estoy cansada de ponerme pelucas para gustarte− explotando en llanto− Te quiero, pero no podemos seguir así. Espero que tengas una vida bonita. Adiós. 
−No te vayas, cambiaré.
−Es muy tarde.

          Laura salió, dejando a Mauricio descorazonado, con una lluvia dentro del apartamento. Mauricio se quedó durante unos días anclado en casa, hundido en la tristeza. Sabía que se había portado como un imbécil y que por eso había perdido a su novia. Entonces se dio cuenta que también amaba profundamente a la Laura normal, igual que a la Laura disfrazada. Admiraba de  ella esa capacidad camaleónica que desembocó en pasión. Pensó que únicamente quería estar con la Laura cabaretera, pero ahora que se había esfumado, se dio cuenta que en ella solo veía a la Laura común y corriente.
          Sus amigos lo llamaban a animarlo, algunos hasta querían llevárselo de fiesta, aunque él les dejaba claro que no tenía ganas de salir. Solo aceptó después de que le insistieran mucho. Un amigo le rogó para que fuera a su fiesta de disfraces. Pero como no quería que le vieran la cara de tristeza, decidió esconder su rostro detrás de una máscara de gorila.
A algunos les costó demasiado trabajo reconocerlo en su atuendo de King Kong. La única que supo de inmediato quién era el que iba disfrazado de King Kong, sosteniendo un vaso de whisky con sus manotas peludas, fue Laura. Lo habían delatado sus movimientos. Y eso que Mauricio se esforzó en ocultarlo, apenas se dio cuenta que ella también estaba invitada a la fiesta.
Venía de caqui, disfrazada de cazadora de safari, con un sombrero de exploradora y un rifle de plástico colgándole de los hombros. Lo más natural en una situación así de incómoda, era que Mauricio fuera a saludarla, pero él prefirió mantenerse lejos por miedo a que ella lo rechazara. Laura le contemplaba desde la distancia, pensando en lo atractivo que Mauricio se veía lleno de pelos, con los orificios de la máscara resaltando el brillo de sus pupilas. En esos momentos lo deseó tanto.
Poco a poco se le fue acercando, en vista de que Mauricio no se atrevía a abordarla. Para llegar hasta él, tuvo que esquivar una Cleopatra, dos pitufos y un Batman.   

−Debe hacer mucho calor ahí dentro.
−No te imaginas. Me pica todo el cuerpo.

          Se pusieron a hablar y a hablar, hasta que el dueño de la fiesta se desmayó de la borrachera, haciendo que todos tuvieran que marcharse. Él acompañó a Laura a su casa colgándose de los árboles o de las rejas. Cuando llegaron a la puerta del edificio, ella le pido que subiera.
Arriba, ella le ofreció una banana, mientras se servía un Long Island. Era tarde, sin embargo no se sentía para nada cansada. Tenía ganas de pasar la noche derecho, ver como el día se colaba por su ventana. Por alguna extraña razón se sentía más desinhibida que nunca:

−Sabes, verte con ese traje de macaco me da morbo. Hagamos el amor ahora mismo.

          Mauricio asintió de inmediato dándose manotazos en el pecho. Empezó a quitarse el disfraz, pero ella lo detuvo.

−Déjatelo puesto.
−¿Por qué?
−No sé. Te hace ver más varonil.
−Como quieras.
−Por cierto, mis padres quieren conocerte.
−Pero si no tengo nada elegante que ponerme.

−Así vas perfecto. 

miércoles, 19 de julio de 2017

CONFESIONES DE UN OFICIAL ALEMÁN

Hollywood me lo dio todo. Después de la guerra partí hacia América en busca de fortuna. Por nada en del mundo quería quedarme en ese ambiente de tristeza en el que estaba sumergida Alemania. Nueva York me pareció espectacular, pero adaptarme al principio me resultó bastante difícil. Afortunadamente conté con la ayuda de unos compatriotas, quienes me aconsejaron que me mudara a California. Como antes de la guerra trabajaba en los estudios de la UFA, ejerciendo de ayudante para algunos directores expresionistas, me dirigí hacia la meca del cine con la idea de hacerme un hueco en la industria cinematográfica. Empecé de carpintero, construyendo decorados, hasta que conseguí mi primera oportunidad.
Un día, mientras rodaban una escena de una película acerca de la Segunda Guerra Mundial, los productores se encontraron con que les faltaban extras. Así que me ofrecí voluntario. Mi primer papel fue corto. Solo tenía que aparecer haciendo guardia en uniforme de soldado alemán, mientras alguien se me acercaba por detrás, me tapaba la boca y me clavaba un cuchillo en la espalda. Apenas se trató de una pequeña escena, sin embargo, la emoción de encontrarme frente a la cámara fue enorme.
Después del rodaje volví a mi puesto de carpintero. Esta vez recreando escenarios de la época de los mosqueteros. Aunque en medio de los martillazos soñaba firmemente con ser actor, estaba convencido de que el papel anterior sería mi primer y último en la gran pantalla. Con lo que no contaba era que al director que de la película en la que aparecí le gustó mucho mi trabajo, así que me llamó para su siguiente proyecto. Supongo que quedó encantado con la forma como torcía los ojos cuando me entró la puñalada.
Casualidades de la vida, mi siguiente película también fue de género bélico. De nuevo repetí el rol de soldado alemán. En esta ocasión disparaba desde una torre una ametralladora, hasta que una granada me caía al lado,  haciéndome volar en pedazos. Aunque mi objetivo no era encasillarme en el mismo papel, el estudio siguió empeñado en que actuara de nazi. Todo y que yo hubiera repudiado con toda mi alma el circo que montaron esos cerdos en mí país.
De algún modo, resultaba bastante irónico verme en el uniforme que durante la guerra me causó tanto terror. Sin embargo, con el tiempo dejaron de darme escalofríos cada vez que me contemplaba en el espejo y la costumbre se hizo tan fuerte en mí, que llegué a colocármelo en mis ratos de ocio. No sin un poco de remordimiento en mi conciencia.
Después de veintidós películas como figurante, por fin me llegó la oportunidad de tener un pequeño parlamento. Solo se trataba de un par de líneas, pero eso ya era todo un adelanto. En la película salí haciendo guardia, fumándome un cigarrillo y de repente descubro a un par de aliados y doy la voz de alarma gritando "Achtung". Ellos por su parte me disparan y yo caigo frito.
Quién iba a pensar que a partir de ese filme cambiaría todo. Tras esa película me enrolé en el sindicato de actores. Desde ese momento comencé a recibir más llamadas de mi agente. Así fue que por fin pude comprarme un Lincoln. Desafortunadamente muchos amigos míos, inmigrantes también, no corrieron la misma suerte que yo. Ellos se negaron a apuntarse al sindicato y terminaron pagando caro por ello. No volvieron a conseguir papeles y fueron perseguidos, como persiguieron a mucha gente en mi país por querer ser diferentes. Era como una caza de brujas, y mientras todo eso pasaba, yo guardaba silencio. Claro, fue un acto cobarde por mi parte, porque no estaba de acuerdo. Al principio hice la vista gorda, pero eso iba contra mis principios. Por eso ayudé a mucho de ellos a conseguir algún medio para ganarse la vida lejos de los platones.
De resto, poniendo a un lado la parte oscura del sindicato, ese se trató de un periodo dulce de mi vida. Nunca fui famoso, pero algunas personas, los amantes del cine bélico me reconocían en la calle. Se acordaban de mi cara. Durante todo el tiempo que trabajé en el cine llegué a conocer a muchas estrellas. Inclusive, trabajé con ellas. Siempre admiré a otros compatriotas que alcanzaron la fama mundial. Gente como Marlene Dietrich, por ejemplo. También quedé fascinado con Lubitsch, Preminger, Lang y Wilder, aunque los tres últimos eran técnicamente  austriacos o de lo que alguna vez se conoció como Austria. Sin embargo, mi película favorita no es ni alemana, ni americana. Se llama La Gran Ilusión. Es una película no de la Segunda, sino de la Primera Guerra Mundial. La dirigió Jean Renoir y en ella aparecía Jean Gabin y un excelente Erich Von Stroheim. En este último fue en el que me basé para mis trabajos, porque aunque luchara de parte del enemigo, siempre conservaba ese lado humano que potencializaba la dignidad.
Con películas como esas te das cuenta de lo importante que es el cine. Para mí solo existe algo más grande que el universo y eso es la imaginación. Es más, la imaginación es un universo en sí. Por eso no entiendo que alguien sea capaz de echar a perder esa enorme capacidad que tiene el cine de transformar la vida de las personas. Aunque solo sea por un instante. Aquel en que nos olvidamos de todos nuestros problemas.
¿Cómo pueden ser tan viles de pensar que el cine es una mera mercancía? Entre los productores inescrupulosos, el ego de las estrellas y los sindicatos algún día acabarán con el cine. Como había dicho antes, al principio cerré la boca respecto a cualquier decisión del sindicato con la que no estaba de acuerdo. Pero después no pude evitar criticarlo.
El detonante de esta nueva postura fue una huelga que se realizó justo cuando el estudio estuvo a punto de irse a la quiebra. Sin un éxito solido en muchos años, lo último que necesitaban era al sindicato saboteando los rodajes, solo por el beneficio de los miembros de la cúpula. No, no estaba de acuerdo con la dirección que estaban tomando. Yo no quería que los directores pensaran que los actores éramos unos mercenarios.
Claro que no todo lo que hizo el sindicato estaba mal. Gracias a su postura en cierto periodo obtuvimos unos beneficios que nos aseguraron mucha estabilidad. Nuestro trabajo era como cualquier otro. Éramos obreros del arte. El sindicato nos consiguió un seguro por si caíamos enfermos y hasta cobertura dental. Lástima que mi mujer se haya largado con el dentista. Pero de resto era como contar con una protección celestial. Recuerdo que solo fui una vez al hospital. Por fortuna, el seguro se encargó de todas las factura.
Caí enfermo durante el rodaje de una película sobre los juicios de Núremberg. Estábamos filmando las escenas del principio, recreando la atmosfera de un discurso del führer. El director artístico había logrado un trabajo estupendo. Había miles de extras concentrados, escuchando las palabras del tirano fascista.
Todo fue tan real, que me pareció estar en uno de esos discursos, cuando iba obligado a escuchar toda esa basura que salía de su boca, sobre lo grande que éramos y cómo íbamos a recuperar todo lo que nos habían quitado. De repente, mientras el director decía acción, empecé a marearme. El horror volvió a mi cabeza y la nausea me invadió sin que yo pudiera oponer mucha resistencia. Yo interpretaba el papel de un escolta del führer y de repente, mientras llevaban un par de rollos de película, me desplome hacía el frente, golpeándome contra el suelo y temblando de fiebre.
Una vez recuperado volví a trabajar, pero como no estaban filmando ninguna película bélica, probé suerte en los western. Sin embargo, mi corta aportación en el género de vaqueros pasó sin pena ni gloria. El problema era que mi relación con el sindicato se había enfriado. Ellos no estaban de acuerdo con mis críticas, así que empezaron a marginarme parcialmente. De todas maneras, eso fue irrelevante. Yo ya me había hecho amigo de un par de directores y fue gracias a ellos que volví a ponerme el uniforme.
Aunque solo sería para una última película. En ese entonces el sindicato decretó otra huelga general. Ningún actor podía participar en ningún rodaje hasta que los estudios no aceptaran sus exigencias. Aunque muchos no estaban de acuerdo con la huelga, decidieron acatarla. Yo sin embargo me opuse. Pero tenía una buena razón para hacerlo. Un amigo director me había ofrecido el papel de mi vida. El que llevaba años esperando. Interpretaría a un agente nazi que decide traicionar al régimen pasando secretos a los aliados. Esta vez la fantasía me permitió hacer lo que la historia me negó. Era mi manera de reivindicarme por lo que había dejado que le hicieran a mi país. En esa película podía hacer todo lo que no me atreví hacer en el pasado.
Participar en esta película logró despertar la ira del sindicato. Ellos nunca me lo perdonaron. Pero tengo que decir que valió la pena. Fue un filme que hicimos casi que en secreto, rodando en España y en Yugoslavia, junto a otros actores americanos, a quienes el sindicato también acabó castigando. No les gustó para nada y hasta nos boicotearon el estreno. Pero lo que más les dolió fue sentir que yo les ganaba la batalla. Desde entonces me pusieron en su lista negra y no pude volver a trabajar. Utilizaron su influencia y terminaron expulsándome de Hollywood para siempre.
Después de eso me fui para Boston y con un amigo montamos una cadena de alquiler de películas. Sigo en el negocio del cine por fortuna y para tristeza de todos aquellos que creyeron haberme derrotado.
Muchas veces me he planteado volver a la actuación, pero me he cansado de vivir entre explosiones y ruido de metralletas. Ahora solo quiero vivir rodeado de paz, entre la naturaleza, disfrutando de la tranquilidad que casi nunca he tenido. Porque si me pongo a pensarlo, la guerra marcó mi vida. No solo una, sino dos veces. La primera para mal, la otra para bien.                 
   
            
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