sábado, 20 de noviembre de 2010

EXCESO DE SUPERSTICIÓN

Bien conocido es el temor de algunos aborígenes a que le tomen fotos por miedo a que la cámara les robe el alma. En mi viaje al centro de África, me topé en una lejana aldea con un ser que cumplía esta característica, de no ser porque al final fue él el que le terminó robando el alma a mi cámara.
Todas las fotos que había tomado durante el viaje desaparecieron. Y para colmo de males, dado que me encontraba prácticamente en mitad de la nada, pasaron un montón de días antes de poder comprar aunque fuera una cámara desechable. Desafortunadamente, para ese entonces ya había pasado lo mejor de mi viaje, así que no me quedó de otra que fiarme de los recuerdos débiles de mi memoria. Todo y los estragos que la imprecisión causaba en las imágenes que quería retener. Un árbol o una piedra fuera de lugar, un río raquítico que en mi cabeza se hacía más grande, lo mismo que una pradera descolorida que a simple vista parecía más seca.
Lo único de lo que podía estar tranquilo era de no olvidar el rostro del aborigen. Por las noches, en sueños, sus facciones se me volvían a aparecer como si se tratara de un tatuaje mental. Las cejas inhóspitas, los ojos desorbitados, la barba espesa, la nariz chata y los labios afilados, se unían para amargar mis dulces sueños. Era una visión tan nítida que a veces me preguntaba si la cámara había sido la única en perder el alma en ese viaje.

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viernes, 12 de noviembre de 2010

LOS SIN ROSTRO

En un mundo en el que todos los seres tenían la cara lisa como la superficie de una piedra, un adolescente despertó con dos pequeños ojos en la mitad de su rostro. Angustiado, intentó ocultarlos, aunque los ojos terminaron saltando a la vista, haciéndose cada vez más grandes. Comenzaron a hincharse, hasta que de repente se le empezó a formar un punto verde en la mitad. Con los días, el punto se transformó en azul, luego en café y al final se puso negro.
Sus amigos le aconsejaron que se los espichara, pero él no se atrevía, convencido de que al extirparlos la infección se esparciría y otros ojos le saldrían por toda la cara. Utilizando cremas esperó a que desaparecieran, pero las semanas pasaban y nada que se iban. Es más, cada vez parecían más inflamados, como si fueran a explotar.
Por eso, avergonzado con su apariencia, ya casi ni se atrevía a salir a la calle. Por más que lo intentaba no podía dejar de sentirse extraño, preso por sus deformidades. Por momentos creía que jamás se libraría de ellos. Se preguntaba si sería capaz de acostumbrarse a vivir así, sujeto a lo que los demás pensaran.
La respuesta era sencilla. Desesperado se acercó al espejo. Pasaron varios minutos hasta que levantó los brazos y se llevó los dedos a los ojos. Temblando hizo presión en las yemas. El primer ojo reventó con facilidad. El segundo necesitó un poco más de fuerza. Al espicharlo salió un líquido blanco que terminó estampándose contra el espejo. Entonces, con un poco de dolor observó su reflejo. Con un pañuelo se limpió y cuando por fin terminó, respiró aliviado, diciéndose a si mismo lo bueno que era sentirse normal de nuevo.

sábado, 6 de noviembre de 2010

LOS MACHOS ALFA

Para él, la jerarquía de la casa estaba bastante clara. La sabía desde que era cachorrito. Primero estaba su amo y después venía la esposa, cuya autoridad solo toleraba porque era la mujer que le traía la comida. De resto, si podía la ignoraba, todo y que ella lo llamaba ofreciéndole sus caricias. Pero él era un perro selectivo y la única voz a la que respondía era la del hombre de la casa. Con él tenía hasta una fijación rara. Se volvía loco cuando lo veía entrar por la puerta, batiendo la cola sin control.
Su admiración por él era tal que lo veía como el centro de su universo. Lo que nunca se imaginó, en su imaginación de perro, fue que su adoración se vendría abajo. Un día su amo llegó borracho a la casa, después de dos días de juerga descarriada. Viendo el estado en el que venía, su esposa no se lo tomó con mucha gracia. La mujer estaba hecha una fiera y su rabia aumentó cuando el hombre intentó calmarla con un abrazo. Mediante gritos y empujones se lo sacó de encima. Asustado, el hombre salió espantado de la casa y no volvería sino cuatro días después, una vez se le había pasado el enfado a su señora.
A su regreso, el perro no salió a recibirlo. Se quedó debajo de la mesa, escuchando como su amo le hablaba en tono sumiso a su mujer. Como podía respetarlo ahora, pensaba el perro. Como podía superar la decepción que le había causado, si al olerlo lo único que percibía era miedo. La mujer se levantó de la silla y salió del cuarto. El hombre se quedó reflexionando y de repente hizo un paréntesis en sus pensamientos y llamó al perro. El animal se levantó, pero en vez de venir hacia su amo se quedó quieto. El hombre volvió a llamarlo. Esta vez el animal se acercó despacio, dubitativo, con un poco de fastidio. Y cuando por fin estaba lo suficientemente cerca, el hombre estiró la mano para acariciarlo, al mismo tiempo en el que el perro abrió la boca para morderlo.

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