Bien conocido es el temor de algunos aborígenes a que le tomen fotos por miedo a que la cámara les robe el alma. En mi viaje al centro de África, me topé en una lejana aldea con un ser que cumplía esta característica, de no ser porque al final fue él el que le terminó robando el alma a mi cámara.
Todas las fotos que había tomado durante el viaje desaparecieron. Y para colmo de males, dado que me encontraba prácticamente en mitad de la nada, pasaron un montón de días antes de poder comprar aunque fuera una cámara desechable. Desafortunadamente, para ese entonces ya había pasado lo mejor de mi viaje, así que no me quedó de otra que fiarme de los recuerdos débiles de mi memoria. Todo y los estragos que la imprecisión causaba en las imágenes que quería retener. Un árbol o una piedra fuera de lugar, un río raquítico que en mi cabeza se hacía más grande, lo mismo que una pradera descolorida que a simple vista parecía más seca.
Lo único de lo que podía estar tranquilo era de no olvidar el rostro del aborigen. Por las noches, en sueños, sus facciones se me volvían a aparecer como si se tratara de un tatuaje mental. Las cejas inhóspitas, los ojos desorbitados, la barba espesa, la nariz chata y los labios afilados, se unían para amargar mis dulces sueños. Era una visión tan nítida que a veces me preguntaba si la cámara había sido la única en perder el alma en ese viaje.
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