Es triste, pero a los colombianos nos piden visa hasta para ir al infierno. La policía encontró el cadáver del agente de inmigración embutido en un dispensador de bebidas de la terminal 4. A esa misma hora Rodrigo bajaba por una conocida avenida de la ciudad. Iba sin rumbo, tapando su rostro, con miedo de que lo llegaran a reconocer. Jamás se imaginó que su sueño de toda la vida acabaría en semejante pesadilla. Había intentado llamar a alguno de sus amigos, pero nadie le contestaba. Seguro que estaban esperándolo en el aeropuerto, sin imaginarse siquiera del lío en el que andaba envuelto.
Si al menos tuviera las garantías para poder defenderse. Pero en una tierra extraña resultaba francamente imposible. Además, todas las sospechas apuntaban a él. Había varios testigos que vieron cuando el agente de inmigración le impidió la entrada al país. Una compañera del difunto aun tenía lágrimas en los ojos cuando informó a la policía de los insultos que el sospechoso profirió mientras lo trasladaban a un cuarto contiguo para interrogarlo. Quizás ella exageró un poco al decir que él opuso resistencia. La verdad fue que Rodrigo no quiso ponerse gallito. Lo suyo fue más bien una reacción involuntaria al sentirse amenazado. Además, tampoco llegó muy lejos. Los guardias le cayeron encima de inmediato. Mientras su rostro besaba la alfombra del aeropuerto, sintió como el agente se le acercaba al oído a decirle yo no sé qué cosa de que iba a hacer todo lo posible para que se pudriera en el infierno.
El error que cometieron fue haberlo dejado solo. Apenas vio que no había nadie vigilándolo, comenzó a buscar la manera de escaparse. Igual valía la pena arriesgarse, si lo iban a devolver a su país de todas maneras. Tan solo bastó un pequeño descuido, una puerta mal cerrada y la libertad estaba más cerca. Igual, nadie se creyó que él fuera a desafiar al sistema. Con lo que si no contó fue con el operativo que se armó tras su fuga. Aparte estaba la cuestión del muerto.
<<¿Cuál muerto?>> preguntó él cuando lo agarraron arropado con periódicos en un banco del parque. De eso él no sabía nada, por más que la policía insistiera una y otra vez en sacarle una confesión. Perdido, lloró a moco tendido en un rincón del calabozo. Si no hubiera sido tan tonto de escaparse, seguro que ahora estaría tranquilo en un avión, deportado a su país. Poco a poco se iban perdiendo sus esperanzas, hasta que la celda se abrió. El ruido de las rejas lo asustó. Más que nada porque pensaba que lo iban a freír.
Pero no tenía razones para alarmarse, más bien todo lo contrario. Era alguien de la embajada que venía a informarle que el asunto estaba aclarado. Que las cámaras de seguridad del aeropuerto captaron como un grupo de enmascarados agarraban al agente de inmigración para darle una paliza. Al parecer se trataba de una vendetta hacia el agente por no cumplir con ciertas obligaciones a las que se había comprometido y por las que le habían pagado. Un asunto bastante turbio, que tenía que ver con tráfico de gente y que destapaba un escándalo tremendo que las autoridades se apresuraron en desmentir.
PROTOCOLO PARA APLAUDIR EN EL AVION por
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