viernes, 11 de marzo de 2011

PEPAS

La anciana lo dejó amarrado en un árbol antes de entrar cojeando al supermercado. Él se quedó mirándola desaparecer a paso lento apoyándose con el bastón. Y una vez ya la dejó de ver, se echó juicioso sobre la acera. En realidad, él no entendía muy bien por qué le tocaba quedarse afuera, pero igual se quedaba resignado, esperando a que su ama volviera a salir. Para él, resultaba imposible comprender que en ese sitio la entrada le estuviera prohibida a los perros, por más que él fuera solo un perro pequeñito, un perro salchicha común y corriente. Por fortuna, él ya conocía la rutina y ni siquiera se tomaba la molestia de intentar ir detrás de la viejita.
De vez en cuando levantaba la cabeza cuando alguien iba a salir, pero al darse cuenta que no era quien él esperaba, volvía a guardar su hocico entre las patas delanteras. La gente que pasaba lo miraba con ternura, algunos hasta estiraban la mano para acariciarlo, mientras él se limitaba a olerlos con cierta indiferencia, como si simplemente no existieran.
Sin embargo, de todos ellos hubo uno que no pudo ignorar. Uno que al acercársele no lo intentó tocar, sino que fue directamente a desamarrarlo. El pobre perro observó sus zapatos confundido, sin saber si tenía que levantarse o no. Apenas respondió al sentir el tirón de la correa que lo condujo lejos del supermercado. Al principio se dejó llevar como si nada hubiera pasado. Solo dos calles más abajo se volteó en busca de su ama, pero el paso rápido del hombre lo hizo olvidarse por un momento de ella, ya que, para no quedarse atrás, estaba a obligado a no dejar de mover sus patas lo más rápido posible.
El hombre se desvió por varias esquinas, lo cual de cierto modo llenó un poco de nervios al animal. Varias veces intentó mirarlo, pero solo se encontró con la perspectiva hasta las rodillas de sus piernas largas. Unos cuantos minutos más tarde, el hombre se metió a un edificio, subió las escaleras, sacó las llaves y abrió la puerta. Solo hasta que se encontraron adentro, se agachó para quitarle el collar.
Un poco descolocado con su nuevo paradero, el perro inspeccionó desconfiado las habitaciones ¿Dónde estaba la anciana? No hizo más que preguntarse. Mientras tanto el hombre caminó hacia la sala, encendió el televisor y dando la espalda, se sentó en el sillón. Entre chillidos, al perro no le quedó de otra que echarse en un rincón. La tristeza en él era evidente. Para nada se sentía a gusto. De vez en cuando lanzaba unos ladridos en forma de protesta, pero nadie le ponía atención.
Pronto los ladridos cambiaron por bostezos, hasta que se quedó dormido. Un rato más tarde sintió un pie que lo removió. Asustado, se levantó de un salto. El hombre caminó hasta la puerta, tomó el pomo y abrió. El perro asomó su hocico en el pasillo y después de unos segundos de duda, cuando por fin se sintió a gusto, se apresuró a salir.
Al llegar al primer piso se encontró con una puerta de vidrio. Para su desgracia se encontraba cerrada y tuvo que esperar un par de minutos para que alguien que viniera de afuera le abriera. Ya solo le faltaba poco para ser libre. Las ansias aumentaron tan pronto escuchó el ruido de la llave removiéndose en la vieja cerradura. Estaba tan desesperado por salir, que apenas se puso a correr se resbaló, claro que de inmediato se levantó, tan rápido, que al que le abrió la puerta apenas le dio tiempo de moverse para que pasara.
Solo un par de calles más allá, bajó el ritmo. Mirando hacia ambos lados continuó, intentando afinar su orientación. Encomendándose a su nariz, buscó algún rastro que lo llevara donde la anciana ¿Por qué el hombre le permitió salir? Esa pregunta jamás se le cruzaría por la cabeza. Brincando de una acera a la otra, siguió intentando encontrar a su ama, moviendo cada músculo de su enclenque cuerpecito. Tomando las esquinas como quien se hunde cada vez más en el laberinto.

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