sábado, 1 de mayo de 2010

GUERRA SANTA

La misa ya había empezado cuando lo vio entrar por la puerta del costado. Venía bañado, con los pocos pelos que le quedaban de la calva peinados. En traje y corbata, un atuendo muy diferente al que llevaba en su taller de carpintería. Encontrárselo ahí le resultaba bastante desagradable. Tanto que las palabras del cura empezaron a indigestársele.
Que pena, con lo bonito que había empezado el sermón. Y lo peor de todo fue que el tipo va y se le sienta enfrente, como si quisiera restregarle en la cara su desfachatez.
Hacía más de un año y medio que ella le entregó dos sofás para que se los arreglara, pero el muy zángano nada que se los devolvía. Varias veces había pasado a reclamárselos, inclusive amenazando con llevárselos a otra carpintería. Pero él seguía dándole largas. Los muebles permaneían intactos en un rincón y lo peor de todo era que el muy sinvergüenza había tenido el descaro de pedirle un adelanto.
A veces le daban ganas de atropellarlo con su carro cada vez que pasaba por su carpintería. Esperar a que saliera a comprar cigarrillos, pisar el acelerador, envestirlo y darse a la fuga.
De lo que si estaba seguro era que no le volvería a dar nada de trabajo. Antes muerta. Ya había sufrido lo suficiente. Aunque trataba de explicárselo, no sabía como le había caido semejante peste encima. En su casa el espacio que sus muebles supuestamente iban a ocupar servían de recordatorio para su desgracia. Por eso era que ya casi no invitaba a nadie, porque sentía que no tenía en donde acomodar a la visita.
Sus ojos se posaron en el crucifijo del altar. En esos momentos deseó que si ella no podía hacer algo, tal vez Dios actuaría en su lugar. Sus plegarias solo se enfocaban en esa dirección. Esta vez no pidió por su familia, ni por su patría, sino por la venganza. Si solo pudiera encontrar la manera de desquitarse. Estaba llena de rabia, un sentimiento que solo apaciguó cuando se imaginó al carpintero ahogándose en su propia sangre, pagando con dolor por sus pecados.
Entonces la imagen de verlo revolcándose en las llamas del infierno le causó inmensa satisfacción, hasta el punto en el que se le olvidó que estaba en misa. Pero de repente escuchó la voz del padre invitando a los fieles a que se dieran la paz.
Su reacción fue inmediata, casi que mecánica. Primero se giró a la derecha, luego a la izquierda, hasta que miró hacia el frente y se encontró con la mano extendida del carpintero.

−La paz− le dijo él.

Ella se quedó mirando la mano llena de callos, dudando en si debería negarse y dejarle la palma en el aire. Pero entonces alargó su brazo, entregándole su mano temblorosa para que él la cubriera con sus dedos mientras le daba un ligero apretón.

−La paz− ella respondió.



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