lunes, 10 de octubre de 2011

VISTA PINTORESCA

Había puesto sus esperanzas en la medicina, pero nunca se le ocurrió que su salvación vendría de la mano de una ferretería, que al igual que aquel que se inventó un pitido que solo escuchan los perros, dio con la formula de una pintura exclusiva para ciegos. Tan solo bastaba pasarle el pincel o la brocha a algo para que por arte de magia resultara visible para aquellos a los que el destino había privado de la vista.
Un solo inconveniente tenía este invento y era que cada uno de los objetos que obtenían una capa de esta pintura, desaparecían del campo visual de aquellos que podían ver perfectamente. Así el objeto permaneciera en el mismo sitio.
Aparte de los ciegos, los objetos pintados solo los podían ver, y en este caso borrosos, aquellos que utilizaban gafas. Pero solo cuando se las quitaban y dependiendo de las dioptrías que tenían.
Por eso, cuando Enrique Tebas por fin comprobó que la pintura funcionaba, sintió una sensación de felicidad absoluta. Tantas veces lo habían estafado prometiéndole sanación, que se había vuelto un poco escéptico. Y aunque si bien la vista no era algo que él extrañara, dado que la había perdido a una edad muy temprana, siempre se acordaba con añoranza de los colores del amanecer y de lo que desfiló por sus ojos cuando vio un volcán en plena erupción en unas vacaciones.
Mucho no le gustaba explayarse en el principio de su ceguera. Apenas se refería a él evocando un día en el que sintió que algo le avanzaba por la córnea, hasta que progresivamente todo se fue apagando. Su tía llegó a decirle que era un asunto genético, pero eso nunca le sirvió de consuelo.
Sin embargo, esto nunca lo derrumbó. Y dentro de lo que cabía, a pesar de los tropiezos, vivía una vida de lo más normal, sin ser presa de su impedimento. Con treinta años se casó con una de las mejores amigas de su hermana. En el campo laborar, Enrique, desempeñó un sinfín de oficios. Desde vendedor de lotería, hasta telefonista o instrumentista. Incluso llegó a ganarse la vida alzando la mano en un par de esquinas. Pero su verdadera vocación la encontró años después gracias a un amigo que le consiguió un trabajo como catador de puros.
Así viajó por medio mundo, fumando todo tipo de habanos, de diferentes marcas. Era un experto y su opinión era sumamente valorada, hasta el punto en el que las tabacaleras se lo peleaban. Pero una vez comprobó la efectividad de la pintura, decidió renunciar a su trabajo para ver todo de lo que antes se había privado.
Desafortunadamente no todos estaban tan contentos con esta pintura. Había personas que empezaron a manifestarse con contundencia contra ella. Por un lado, los más religiosos, quienes la encontraban pecaminosa y por otro, aquellos que veían como fragmentos de la ciudad empezaban a desaparecer. Obligándolos así a tener que utilizar bastón para no darse en la canilla con las cosas que ya no podían ver.
Y es que cuadras enteras llegaron a desvanecerse del mapa. Transfiriéndose a otros planos, a otras esferas. Haciendo que la lucha entre los que veían y los que no veían se hiciera más intensa. Hasta que de tanto despelote que se armó, los gobiernos se posicionaron del lado de la mayoría, es decir los que veían, llegando a prohibir sin titubeos la pintura.
Por fortuna, antes de que esto pasara, Enrique ya había intuido que una decisión como esta se tomaría en cualquier momento. Por eso había hecho bien al haber escondido por precaución dos botes de pintura.
Para ese entonces ya había pintado todo en su casa, salvo a su esposa, la cual por amor había accedido a dejarse pintar, aun sabiendo que desaparecería a la vista de los demás. Pero eso era lo que menos le importaba mientras su marido comenzaba a pintarle primero los brazos, luego las piernas y así, hasta que la pintura se esparció por el resto de su cuerpo. Después, cuidadosamente pasó a su rostro y a su pelo, consiguiendo que ella misma ya no pudiera contemplarse en el espejo.
Totalmente embobado por su belleza, Enrique soltó el pincel dejándolo caer en el suelo. De su boca ya no salían palabras, ya que al verla por fin comprobó que ella era tan hermosa como siempre había imaginado. Como pensó que sería la primera vez que con sus manos le palpó el rostro bajo un manto de estrellas que él jamás llegaría a ver, incapaz de levantar su vista hacia el cielo: aquel lugar lejano en el que nunca se verá el efecto milagroso de la pintura.    

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