jueves, 20 de mayo de 2010

EL RONQUIDO

Fue en tiempos del diluvio que el ronquido era un animal. Una especie de roedor nocturno y juguetón. Mezcla entre curí y tapir, que se la pasaba todo el tiempo haciendo miquearías. Era tan travieso que llegaba a ser insoportable. Hasta el punto en el que nadie se tomó el trabajo de domesticarlo. Inclusive Noe se sintió fastidiado cuando vio su nombre en la lista de animales que Dios le dio para que se llevara en el arca. Si hubiera sido por Noe, hubiera dejado que se ahogara. Como si no tuviera suficiente problema con encontrarle espacio a los elefantes o quitar el rastro de mierda que las palomas dejaban en cubierta.
Desde la primera noche en altamar, el ronquido y su pareja, la ronquido, pusieron a toda la tripulación en velo. Ni siquiera la marmota pudo pegar ojo, irritada con tanto alboroto. Una bulla que se extendía hasta la madrugada, quedando patente en el rostro de trasnochados de todas las bestias. Y lo peor era que entre más pasaban los días, la convivencia se hacía más tensa.
Como era de esperarse, algunos prefirieron tirarse por la borda y nadar hacia la extinción antes de seguir bajo el mismo techo que el ronquido. Otros sin embargo, intentaron por todos los medios de callarlo, incluso intimidándolo con cuernos y colmillos para que los dejara descansar. Pero el ronquido nada que daba el brazo a torcer. Es más, entre más le insistían, más provocador se mostraba. Como si le gustara que lo odiaran.
La situación fue escalando hasta que los animales fueron a quejarse con Noe y le advirtieron que si el ronquido seguía durmiendo con ellos, montarían un motín en el arca. Por eso, para apaciguar el descontento de los animales, Noe optó por llevarse a la pareja de ronquidos para los camarotes en los que dormían los humanos. Un error por el que terminó ganándose el desprecio de sus familiares, quienes ni siquiera tapando sus oídos bajo la almohada pudieron conciliar el sueño.
Para Noe estaba claro que tenía que deshacerse del ronquido. Pero no era tan fácil, ya que uno de los compromisos que adquirió al asumir el mando del arca fue proteger a los animales que iban en ella. Romper este compromiso podría traer serios problemas.
Por otro lado estaba la insistencia de su familia y sobre todo de su mujer. Eso fue lo que en realidad contó a la hora de tomar la decisión de poner fin al tormento de las noches. Además, había un factor añadido para dar vía libre a su resolución y ese era el sabor de la carne del ronquido. Para nadie era un secreto que el ronquido era un plato especialmente esquicito, sobre todo con la receta que se sabía la mujer de Noe.
Aún era de día cuando el ronquido y su pareja olieron el guiso que estaba dorando sin saber que más tarde acabarían en esa olla. Estaban distraídos cuando sintieron las manos que los agarraba y el cuchillo que de inmediato les atravesó el cogote. De repente, por toda el arca se escuchó un chillido que pronto se apagó para volver a dar paso a la cadencia de las olas.
Un rato más tarde la familia de Noe se sentó a la mesa a disfrutar bocado a bocado de la carne tierna de los ronquidos. Pocas veces habían probado algo igual y lo mejor de todo fue que se los comieron despacito, saboreando hasta que no pudieron más. Al final, con la barriga hinchada, le arrojaron las sobras a los perros y se fueron a descansar.
Sin embargo, esta vez no fue el ronquido quien interrumpió su sueño, sino Dios, que estaba furioso por lo que habían hecho. Por eso, como castigo, desde ese día todos los descendientes del diluvio que comieron de esa carne, incluidos los perros, nacen con un ronquido en el estomago que noche tras noche se asoma por las vías respiratorias en busca de su libertad.



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sábado, 1 de mayo de 2010

GUERRA SANTA

La misa ya había empezado cuando lo vio entrar por la puerta del costado. Venía bañado, con los pocos pelos que le quedaban de la calva peinados. En traje y corbata, un atuendo muy diferente al que llevaba en su taller de carpintería. Encontrárselo ahí le resultaba bastante desagradable. Tanto que las palabras del cura empezaron a indigestársele.
Que pena, con lo bonito que había empezado el sermón. Y lo peor de todo fue que el tipo va y se le sienta enfrente, como si quisiera restregarle en la cara su desfachatez.
Hacía más de un año y medio que ella le entregó dos sofás para que se los arreglara, pero el muy zángano nada que se los devolvía. Varias veces había pasado a reclamárselos, inclusive amenazando con llevárselos a otra carpintería. Pero él seguía dándole largas. Los muebles permaneían intactos en un rincón y lo peor de todo era que el muy sinvergüenza había tenido el descaro de pedirle un adelanto.
A veces le daban ganas de atropellarlo con su carro cada vez que pasaba por su carpintería. Esperar a que saliera a comprar cigarrillos, pisar el acelerador, envestirlo y darse a la fuga.
De lo que si estaba seguro era que no le volvería a dar nada de trabajo. Antes muerta. Ya había sufrido lo suficiente. Aunque trataba de explicárselo, no sabía como le había caido semejante peste encima. En su casa el espacio que sus muebles supuestamente iban a ocupar servían de recordatorio para su desgracia. Por eso era que ya casi no invitaba a nadie, porque sentía que no tenía en donde acomodar a la visita.
Sus ojos se posaron en el crucifijo del altar. En esos momentos deseó que si ella no podía hacer algo, tal vez Dios actuaría en su lugar. Sus plegarias solo se enfocaban en esa dirección. Esta vez no pidió por su familia, ni por su patría, sino por la venganza. Si solo pudiera encontrar la manera de desquitarse. Estaba llena de rabia, un sentimiento que solo apaciguó cuando se imaginó al carpintero ahogándose en su propia sangre, pagando con dolor por sus pecados.
Entonces la imagen de verlo revolcándose en las llamas del infierno le causó inmensa satisfacción, hasta el punto en el que se le olvidó que estaba en misa. Pero de repente escuchó la voz del padre invitando a los fieles a que se dieran la paz.
Su reacción fue inmediata, casi que mecánica. Primero se giró a la derecha, luego a la izquierda, hasta que miró hacia el frente y se encontró con la mano extendida del carpintero.

−La paz− le dijo él.

Ella se quedó mirando la mano llena de callos, dudando en si debería negarse y dejarle la palma en el aire. Pero entonces alargó su brazo, entregándole su mano temblorosa para que él la cubriera con sus dedos mientras le daba un ligero apretón.

−La paz− ella respondió.



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