lunes, 16 de octubre de 2017

EL DIOS DE ABRAHAM

–¿Quién puede ser tan imbécil como para creer que Dios le pediría a alguien que matase  a su propio hijo? Eso no tiene sentido: por lo menos no ahora. No tenías que probar nada—la mujer se agarró la cara desesperada– ¿Acaso no ves que ya soy muy vieja? Esa fue nuestra última oportunidad. Tú más que nadie  sabes lo mucho que sufrí deseando tener un hijo. Con todo el dinero que le costó a mi hermana el tratamiento y el esfuerzo que tuvimos que hacer ¿cómo es posible que hayas hecho semejante cosa tan estúpida? Ya no sé si sea capaz de volver a mirarte a la cara como lo hacía antes. Nunca volveré a quedar embarazada.

            El anciano abrió las puertas del armario, extendiendo sus brazos igual que un acordeonista que trata de  estirar su instrumento de lado a lado, hasta más no poder. Luego metió la nariz en él, pero al no dar con lo que buscaba, lo cerró con violencia.  Enseguida, avanzó hasta la cómoda y empezó a vaciar los cajones, revolcando como un loco su contenido. Como última alternativa, también se asomó debajo de la cama:

 –¿Dónde está mi traje? Mañana lo necesito para una entrevista de trabajo en la ciudad. Es importante que me vean bien vestido, puede ser que llegue a conseguirlo.
 –¿Acaso lo olvidaste? –Ella bajó la cabeza—Tuvimos que ponérselo para enterrarlo.
 –Y yo ¿qué fue lo que utilicé ese día?
 –El traje del vecino.
 –¡El del vecino! Y ¿por qué no el mío?
 –Ese te quedaba pequeño.
 –Eso no es cierto.
 –Sí que lo es. Te quedaba corto en las mangas.
 –Qué va, estaban perfectas.
 –No, te hacían ver como un idiota. Además, ese traje fue lo único que le conseguimos al pobre Isaac.
 –Y ahora ¿qué se supone que me voy a poner?
 –Yo que sé, pídele uno prestado al vecino.
 –Eso ni pensarlo. Es un idiota.
 –Vamos, ¿no seguirás molesto por lo que dijo de ti en la iglesia?
 –Tu sabes que desde hace algunos años me anda provocando.
 –Fue una tontería. Por qué mejor no lo olvidas y ya. Anda, ve y le pides el vestido.
 –Sí, si quieres voy de rodillas— en tono extremadamente irónico.
 –No lo tomes así.
 –¿De qué otra manera quieres que lo tome? Es mejor que me largue de aquí ¿Dónde está la pala?
 –Donde siempre ha estado: detrás de la puerta.

El anciano agarró la pala y desapareció sin que ella ni siquiera se molestase en preguntarle a dónde iba. En breve, salió a una carretera  que rodeaba la falda de la montaña como un cinturón. Aunque todavía era de día, a esa hora (y en ninguna) no se veía una sola alma. Difícilmente pasaba un carro por allí y lo único que simulaba el sentimiento de compañía al que se encontraba en la carretera, era la desolación. El anciano miró hacia ambos lados antes de cruzar. Al llegar al otro lado  comenzó a subir cuesta arriba para llegar a la otra cara de la montaña. A ratos perdía el aliento y sentía las piernas muy pesadas hasta que finalmente alcanzó la cima. Una vez empezó a bajar, volvió a respirar normalmente. Ya estaba muy cerca de su objetivo. Desde donde estaba podía ver la cruz.

–Allí está. Debo apresurarme antes de que caiga la noche.

            No había llegado del todo cuando ya estaba de rodillas persignándose. De su boca salieron un par de oraciones que no tenían mucho sentido o las recordaba de  manera equivocada, inclusive llegándolas a mezclar. Al pararse se dedicó un rato a palpar la superficie de piedra de la cruz. Unos segundos después, ya se encontraba cavando. Su cuerpo todavía le daba para un trabajo tan pesado; en fin de cuentas, había pasado la mayor parte de su vida en el campo en oficios en donde el desgaste físico era alto. Con sus brazos clavaba la pala y sacaba la tierra hacia atrás por el lado izquierdo. Llevaba un buen ritmo, pero en la mitad se detuvo y se vino de rodillas hacia el suelo. Miró a su alrededor y dijo:

–No entiendo qué fue lo que pasó. Se suponía que yo anunciaría su llegada.

De repente, al decir esto, una mano  se le colocó sobre el hombro. Él volteó y vio como el ángel se materializó detrás suyo.

–Deberías estar orgulloso– Le dijo el ángel– Te pusieron a prueba y tú la pasaste. Él ya sabe de tú fidelidad.
–Sí, pero no tenía que probarme de esa manera. Yo estaba esperando el momento en el  que me detuviera, pero ese momento nunca llegó y mi mano continuó su trayectoria hasta que el cuchillo se enterró en el pecho de mi pequeño.
–Ya estaba escrito, no había nada que hacer.
–Quizás tengas razón, lo que pasa es que ahora que Isaac se me ha ido, me hace mucha falta.   
–No te preocupes, ahora está entre nosotros.

Resignado el anciano volvió a cavar. La tierra salía y el agujero cada vez se hacía más grande y más profundo. Desde adentro del hueco empezaron a salir luces de varios colores; luces mágicas que  rodeaban la atmósfera de ensueño. Al mismo tiempo el aire se tornó un poco denso haciéndole sentirse  ligeramente ebrio por un momento, como si no fuera él el que estuviera adentro de su piel. Con sus ojos alcanzaba a ver unas ondas que se esparcían del centro y que lo rodeaban de los pies a la cabeza. Todo parecía como de otra dimensión hasta que finalmente la pala golpeó la madera y él se apresuró a terminar de cavar. Al poco tiempo el ataúd ya estaba descubierto  y  terminó de desenterrarlo con sus uñas y sus manos. Al abrir la tapa del cajón con prisa  se encontró con el hermoso cuerpo de su hijo que reposaba inerte en su lecho. Por un momento, el anciano creyó que sólo estaba dormido como en alguno de esos cuentos de hadas, pero entonces recordó el amargo final de esta horrible historia:

–Pero ¿cómo puede ser? Hace más de un año que lo hemos enterrado y ni siquiera ha empezado a descomponerse. Está intacto.
 –Al menos eso si que podíamos hacer por ti– Le respondió el ángel que todavía estaba con él, mirándolo desde arriba– No todo tiene que ser necesariamente  trágico.

El anciano agarró el cuerpo de su hijo  y con gran esfuerzo logró sacarlo de su tumba para dejarlo sobre la hierba boca arriba. Dentro de su corazón un sentimiento de impotencia se expandía al resto de su cuerpo y  hacía que sus torpes manos temblaran bajo la dulce cadencia del dolor. Un impulso se apoderó de él y no pudo contenerse de abrazarlo. Se agarraba de él con fuerza y cariño, aunque supiera que su afecto no sería respondido de la misma manera por el frágil adolescente que tenía entre sus brazos. Lleno de lágrimas subió su cara hacia el cielo y notó que se estaba agotando la luz. Sin darse cuenta se había hecho tarde. Pronto tendría que irse, así que era mejor apurarse.
    Soltó el cadáver y lo puso de nuevo en el suelo. Empezó por quitarle la chaqueta, pero la impresión lo detuvo un momento. La camisa de su hijo estaba manchada por un gran  círculo de sangre seca. En este punto fue por donde había entrado la puñalada. El anciano, le pasó la mano por el rostro diciéndole:

–Perdóname Isaac, perdóname... Tuve que hacerlo, perdóname.

Era inútil, no le respondería: su boca estaba más muerta que el resto de su cuerpo y las palabras que estaban enterradas para siempre en el fondo de su garganta jamás darían con la luz. Por eso, el anciano no tuvo más remedio que levantarse  y darle la espalda a su hijo de la vergüenza que le daba. En su mano tenía la chaqueta  y la miraba con un poco de desprecio. Entonces se la probó y miró al ángel:

–¿Tú qué opinas?

El ángel se limitó a mover la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda, dos veces. Con eso lo había dicho todo y el anciano le había entendido perfectamente.

–Es cierto, estoy de acuerdo contigo. Esto no va a funcionar. Me queda corta. Quizás es mejor que me trague mi orgullo y vaya a pedirle una chaqueta al vecino. Tiene muchas; después de todo a ese cabrón le sobra de todo, hasta los hijos.