martes, 29 de junio de 2010

LA COSTURERA


Faíza no solo pasaba las noches en vela cociendo para servir a su patria, sino también a Alá. Lo hacía con placer, aunque a veces se concentraba tanto que el tiempo pasaba sin que se diera cuenta. Aun faltaban un par de horas para la llegada del amanecer cuando por fin dejó el hilo y la aguja a un lado. Se sentía cansada, casi que se queda dormida ahí mismo con la bandera que acababa de terminar tendida en su regazo. Pero entonces reaccionó y se levantó en busca de su cama.
Antes de volver a cerrar los ojos, pensó en lo bonita que le había quedado la bandera. Tanto, que todavía tenía las estrellas grabadas en su mente. Por la mañana se la mostraría orgullosa a su marido y a sus nietos. Pero por ahora lo que necesitaba era dormir. Descansar un rato antes de que saliera el sol y tuviera que empezar a prepararse para la manifestación.
Una vez logró acomodar correctamente la cabeza en la almohada, no tuvo problemas para encontrar el camino del sueño. Entonces durmió largo y tendido. Si hubiera sido por ella, se hubiera quedado todo el día en la cama, pero su marido la despertó diciéndole que la vecina la estaba esperando en la puerta.
Antes de salir a la calle, Faíza se pasó un trapo húmedo por el cuerpo, se puso la ropa y se cubrió la cabeza con el velo. Afuera, la señora de al lado le recibió diciéndole que tenían que apurarse porque o si no iban a llegar tarde. Faíza apenas asintió y se limitó a seguirle llevando la bandera doblada debajo del sobaco. Las dos mujeres caminaron un largo trecho, hasta que se detuvieron frente a la embajada Americana. Allí, se mezclaron entre la muchedumbre.
No pasó mucho tiempo antes de que un conocido se les acercara. Al verlo, Faíza lo saludó moviendo la cabeza, pero el hombre solo abrió la boca para pedirle la bandera. Pasaron unos segundos antes de que ella se la entregara. Una vez el hombre la recibió, se fue sin despedirse, perdiéndose entre la masa alebrestada.
La protesta había empezado oficialmente. Por todas partes se veían rostros rabiosos y se escuchaban toda clase de gritos. Algunas mujeres hacían bulla con sus lenguas pidiendo justicia divina. Faíza movía sus labios como ellas, pero su cabeza estaba en otro lado. En medio de toda esa exaltación sus ojos volvieron a encontrarse con la figura del hombre que se les había acercado antes. En su mano derecha llevaba un mechero y en la otra la bandera. Entonces se fijo en la llama que iba trepando desde una de las puntas del tejido. Era la imagen que jamás deseó haber presenciado. El hilo nada que podía hacer contra la fuerza arrasadora del fuego. Pasando de una franja a la otra, hasta que las estrellas quedaron acorraladas. Por un momento deseó arrebatársela de las manos y salvar lo poco que quedaba de su hermosa creación. Pero por otra parte se sentía paralizada. Antes de cerrar los ojos una lágrima se le resbaló por la mejilla. Era mucho más que tristeza lo que sentía por dentro. Un vacio y un dolor, como si el alma se le estuviera lentamente agrietando.

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